Vivió hace muchos años una reina poderosa y sabia obsesionada con mantenerse en el poder. Separada del pueblo por grandes murallas y profundos fosos, cada día daba órdenes a sus leales para que las condiciones de vida de campesinos y trabajadores fuesen aceptables. Desde su palacio, entre lujos y tesoros, clamaba para que ninguno de sus súbditos pasase excesiva hambre o demasiado frío. Insistía a sus hombres de confianza para que sus gentes no padecieran miserias ni sufrieran enfermedades relacionadas con la pobreza. Les organizaba grandes fiestas, los invitaba a vino y bailes. «¡Que sean felices, que se diviertan!», decía. A la reina no le importaba que su gente tuviese de todo… excepto educación. Las órdenes eran tajantes: nada de escuelas, nada de maestros, nada de libros. «Si les damos eso, sabrán tanto como yo. Y entonces se darían cuenta de que no me necesitan», sentenció.
LA REINA SABIA(JAVIER PÉREZ DE ALBÉNIZ, El derecho a la cultura, Reacciona. Ed. Aguilar, Madrid, 2011, pp-146-147)